Tarda en llegar y al final… Al final… Hay
recompensa.
Ella estaba
en el colectivo a las cinco y pico de la tarde de un jueves cualquiera rumbo a
su casa.
Ella estaba
en el colectivo a las cinco y pico de la tarde de un jueves cualquiera rumbo a
su casa, llorando otra vez.
Ésta vez
iba parada. Casi todos los jueves iba parada a esa hora. El Sol se iba a dormir
de a poco, y ella se dejaba las lágrimas de adorno en la piel. ¿Quién le iba a
mirar la cara justo a ella en un colectivo tan lleno?
Pasó por
las paradas de siempre, viendo siempre gente distinta. No reconoció a nadie. A
veces viajaba con caras conocidas, pero no ese jueves. Ese jueves cualquiera.
Mientras
escuchaba a Cerati, él se le cruzó por la mente.
Cuestión de
segundos fue que el colectivo pasase por la parada de la estación de servicio
donde vio a su grupo de amigos. Tuvo la pequeña esperanza de que él estuviese allí
y tomase el colectivo con ella. Justo, por conocida, le viese la cara y le
preguntase si todo estaba bien. Tímida, se sacaría los auriculares, le diría
que Cerati la emociona. Ella sabía que a él le apasionaba… Pero también sabía
que era una mentira. Más por necesidad que por descaro le preguntaría si esa
tarde la tenía ocupada, puesto que necesitaba hablar con alguien que no la
conociese en profundidad. Estaba un poco desesperada.
¡Pero cómo
es que iba a pasar algo tan maravilloso como eso! Si eso nunca le pasaba a
ella.
Rió como
tonta mientras pasaba todas las canciones de su celular. Ya las odiaba todas.
Recordó que
iba rumbo a su casa y se desesperó más.
Extrañaba a
su padre, y su padre de lejos le decía que también. Cada vez que prendía la
pantalla de su celular quería llorar. ¿Cuánto corazón le quedaba sano? Estaba
tan roto y arreglado con cinta adhesiva… Pero ya nada lo podía reconstruir.
Ella odiaba sentirse así. Ella se odiaba.
Su
profesora le había puesto un uno de concepto por estar escribiendo en vez de
hablar de banalidades en una clase idiota que no podía saltearse por las faltas
que no eran enteramente de su responsabilidad.
No sabía si
estaba triste o enojada.
Vacía.
Ella sabía
bucear en silencio, pensó. No lo entendió, pero lo pensó.
La letra le
llegaba el alma a pesar de haber pasado de Cerati a Breaking Benjamin. No
estaba pensando en las guitarras pesadas, estaba pensando en la voz ronca.
Se acercaba
a la parada de su casa. No en la que debería bajar por mandato, sino en la que
la dejaba a mucha más distancia. El colectivo le parecía asquerosamente lleno y
quiso gritar.
Entendió la
frase de repente.
Se preguntó
en qué parte había quedado él, su música, su casa y su no-hogar.
Deseó que
las horas fueran minutos, y los minutos segundos.
Le pareció
un pensamiento muy idiota, porque eso en verdad son, ¿pero qué más podía
pasarle? Si ya estaba tan enferma de su vida que solo quería sentarse a ver
cómo pasaban los árboles de estar naranjas (en esa época) a estar pelados, de
ahí a tener brotes y flores, y de ahí a estar relucientemente verdes y
sedientos… Y el ciclo otra vez.
Solo quería
que la vida le sonriera en vez de patearla, pero se dijo que sería tiempo en un
tiempo. Recordó a Jack y sus frases de odio a la vida, pero también recordó
cómo la vida terminó por sonreírle…
Pero
esperó.
Y esperó.
Y esperó
más.
Pero, ¿qué
importaban esos pensamientos?
Ella se
bajó del colectivo. El viento frío le recordó que las lágrimas estaban en sus
pómulos.
El camino
de siempre, lleno de hojas, música ignorada y contaminación auditiva del
tráfico.
Pero, ¿qué
importaba cualquier pensamiento?
Si pasó por
la casa de Jack y quiso parar. En realidad, quería ver a su hermana.
Pero, ¿qué
importaba ella misma?
Si, total,
estaba a una cuadra de su casa a las cinco y pico de la tarde de un jueves
cualquiera.
Mistress Loveless.