Sobre opiáceos, té, amor y otras drogas.

domingo, 27 de septiembre de 2015

Negro

Blanco. Todo es blanco. El techo y las paredes, el piso, puertas y ventanas. Blanco, húmedo y resquebrajado. No hay ni un solo sonido en esta eterna soledad que siento, y mis oídos se encargan de escuchar voces para que no me sienta sola. Para que no me vuelva loca, pero…
Camino alrededor de una habitación vacía y llena de eco… Y no desespero. Es la tranquilidad más inquietante que había conocido jamás, pero yo solo sigo mirando alrededor. Tan solo miro. Golpeo el marco de la ventana solo un poco, solo para escuchar cómo retumba en el blanco una onda de turbidez notable. Pero no pasa nada.
Voy hasta la puerta blanca, la golpeo tres veces, pero el sonido es corto y seco.
Nada.
Intento abrirla, pero está cerrada. Sigue cerrada. Siempre cerrada. Y siempre blanca, muy blanca.
Me siento en el piso frío, lleno de tierra, que no mancha mi blanca vestimenta. Nunca lo hizo. Paso mis manos formando un semicírculo a mi alrededor y luego me abrazo a mis rodillas. Apoyo mi cabeza en ellas y cierro los ojos. Aún veo una pared blanca, absolutamente blanca, pero…
Pero aparece, a lo lejos, algo que no veo hace mucho tiempo.
¡Yo misma!
Un espejo sin marco en una pared sin oscuridad.
Me acerco con miedo, a paso lento pero no tranquilo, mirando fijamente un punto imaginario en medio de mi rostro, como a la altura de mi nariz. Mis pasos tiemblan.
¿Soy yo?
¿Quién soy?
¿Qué soy?
Me enfrento a mí misma en una distancia prudente para la cobardía que siempre me caracterizó. Levanto una mano, comprobando que mi reflejo así lo hiciese. Así lo hace. Giro mi cabeza a la derecha, imitada por el reflejo frente a mí. Miro fijo a sus ojos viejos y cansados. Mi reflejo sonríe. “¿Qué me hiciste?”,  pronuncia su boca. Mantengo mi respiración. “Acercate sin miedo, soy vos. Sos yo”.  Me ofrece su mano con cordialidad, y yo dudo. Dudo. Dudo… Con más miedo que sangre en el cuerpo, doy un paso. Acerco mi mano para tocar la suya… La mía.
¿Contacto humano?
“¡Rápido, antes de que…!”
Trago saliva. Doy un paso más seguro que el anterior. Me sube un sentimiento de emoción, de adrenalina.
¡Euforia!
Se apodera de mis extremidades, me hierve la sangre.
Siento un cosquilleo.
Comienzo a correr, llego a tocarla…
¡La toco!
¡Me toca!
Pero…
“¡No me mates!”.
Se forma un punto negro en el medio de su rostro, como a la altura de su nariz.
¿Mi rostro?
“¡¿Qué hiciste?!”.
Grito lo más fuerte que puedo. Miedo, cobardía… Y euforia.
“¿Qué hiciste conmigo? ¡Te odio!”.
El espejo se rompe. Yo caigo de rodillas al suelo frente a una oscuridad que la hizo desaparecer.
Negro. Todo es negro. El techo y las paredes, el piso, puertas y ventanas. Negro, húmedo y resquebrajado. No hay ni un solo sonido en esta eterna soledad que siento, y mis oídos se encargan de escuchar voces para que no me sienta sola. Para que no me vuelva loca, pero…

                “Ya es tarde”.

Mistress Loveless.