Sobre opiáceos, té, amor y otras drogas.

jueves, 28 de mayo de 2015

Tarda en llegar y al final… Al final… Hay recompensa.
Ella estaba en el colectivo a las cinco y pico de la tarde de un jueves cualquiera rumbo a su casa.
Ella estaba en el colectivo a las cinco y pico de la tarde de un jueves cualquiera rumbo a su casa, llorando otra vez.
Ésta vez iba parada. Casi todos los jueves iba parada a esa hora. El Sol se iba a dormir de a poco, y ella se dejaba las lágrimas de adorno en la piel. ¿Quién le iba a mirar la cara justo a ella en un colectivo tan lleno?
Pasó por las paradas de siempre, viendo siempre gente distinta. No reconoció a nadie. A veces viajaba con caras conocidas, pero no ese jueves. Ese jueves cualquiera.
Mientras escuchaba a Cerati, él se le cruzó por la mente.
Cuestión de segundos fue que el colectivo pasase por la parada de la estación de servicio donde vio a su grupo de amigos. Tuvo la pequeña esperanza de que él estuviese allí y tomase el colectivo con ella. Justo, por conocida, le viese la cara y le preguntase si todo estaba bien. Tímida, se sacaría los auriculares, le diría que Cerati la emociona. Ella sabía que a él le apasionaba… Pero también sabía que era una mentira. Más por necesidad que por descaro le preguntaría si esa tarde la tenía ocupada, puesto que necesitaba hablar con alguien que no la conociese en profundidad. Estaba un poco desesperada.
¡Pero cómo es que iba a pasar algo tan maravilloso como eso! Si eso nunca le pasaba a ella.
Rió como tonta mientras pasaba todas las canciones de su celular. Ya las odiaba todas.
Recordó que iba rumbo a su casa y se desesperó más.
Extrañaba a su padre, y su padre de lejos le decía que también. Cada vez que prendía la pantalla de su celular quería llorar. ¿Cuánto corazón le quedaba sano? Estaba tan roto y arreglado con cinta adhesiva… Pero ya nada lo podía reconstruir. Ella odiaba sentirse así. Ella se odiaba.
Su profesora le había puesto un uno de concepto por estar escribiendo en vez de hablar de banalidades en una clase idiota que no podía saltearse por las faltas que no eran enteramente de su responsabilidad.
No sabía si estaba triste o enojada.
Vacía.
Ella sabía bucear en silencio, pensó. No lo entendió, pero lo pensó.
La letra le llegaba el alma a pesar de haber pasado de Cerati a Breaking Benjamin. No estaba pensando en las guitarras pesadas, estaba pensando en la voz ronca.
Se acercaba a la parada de su casa. No en la que debería bajar por mandato, sino en la que la dejaba a mucha más distancia. El colectivo le parecía asquerosamente lleno y quiso gritar.
Entendió la frase de repente.
Se preguntó en qué parte había quedado él, su música, su casa y su no-hogar.
Deseó que las horas fueran minutos, y los minutos segundos.
Le pareció un pensamiento muy idiota, porque eso en verdad son, ¿pero qué más podía pasarle? Si ya estaba tan enferma de su vida que solo quería sentarse a ver cómo pasaban los árboles de estar naranjas (en esa época) a estar pelados, de ahí a tener brotes y flores, y de ahí a estar relucientemente verdes y sedientos… Y el ciclo otra vez.
Solo quería que la vida le sonriera en vez de patearla, pero se dijo que sería tiempo en un tiempo. Recordó a Jack y sus frases de odio a la vida, pero también recordó cómo la vida terminó por sonreírle…
Pero esperó.
Y esperó.
Y esperó más.
Pero, ¿qué importaban esos pensamientos?
Ella se bajó del colectivo. El viento frío le recordó que las lágrimas estaban en sus pómulos.
El camino de siempre, lleno de hojas, música ignorada y contaminación auditiva del tráfico.
Pero, ¿qué importaba cualquier pensamiento?
Si pasó por la casa de Jack y quiso parar. En realidad, quería ver a su hermana.
Pero, ¿qué importaba ella misma?

Si, total, estaba a una cuadra de su casa a las cinco y pico de la tarde de un jueves cualquiera.  

Mistress Loveless.